El 29 de julio de 1981, y ante millones de espectadores en el mundo, una joven aristócrata, Lady Diana Spencer, se casaba con el heredero al trono británico, el príncipe Carlos . A la vista de todos era un cuento de hadas hecho realidad, pero los protagonistas no estaban tan seguros de ello.
Especialmente el novio, quien se había casado para complacer a su madre y abuela, quienes creían que esta bella joven, proveniente de una familia con abolengo y conocida de la realeza y sin un pasado, era la esposa ideal para el futuro rey.
Desde el primer momento, el matrimonio tuvo problemas especialmente por la relación que Carlos sostuvo con Camila Parker-Bowles. Esto terminó con una serie de infidelidades y escándalos de parte y parte que acabaron siendo el dolor de cabeza de la reina y ocuparon los titulares tanto de los diarios más sensacionalistas como de los más respetados.
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Durante esos años, la relación entre la princesa Diana y la reina Isabel II tuvo diferentes matices. Se dice que, inicialmente, la reina y la princesa de Gales tuvieron una buena relación, aunque la joven le veía más como un personaje de respeto y su soberana que como su suegra.
Elizabeth II estaba encantada de aceptar a la joven Spencer en su familia y pensaba que le daría un nuevo aire a la monarquía.
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Con el pasar de los años y los problemas de salud mental de la princesa y de infidelidad del heredero al trono, esta relación se fue deteriorando.
La reina Isabel II y su esposo, el príncipe Felipe, no eran partidarios de que la pareja se separara. Pese a que intentaron apoyar a Diana, la monarca al parecer no entendía bien los problemas de salud mental que Diana atravesaba. Nadie en su familia los había sufrido antes.
Sin embargo, fue la publicación del libro ‘Diana, su verdadera historia’ en 1992 y la entrevista con Martin Bashir en 1995, cuando la princesa reveló que había tenido un amorío con James Hewitt, lo que fue un duro golpe para Isabel, uno que no logró perdonar.
El hecho de que Diana se lo contara al mundo y que dijera, además, que Carlos no estaba listo para reinar, fue sentido como una traición por la monarca.
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Poco después la pareja fue llamada al Palacio de Buckingham para ultimar los detalles del divorcio. Diana siguió siendo princesa de Gales y comenzó a vivir una vida alejada de la familia real, pero de cara al público a través de sus obras benéficas y la crianza de sus hijos, los príncipes William y Harry.
La muerte de Diana en 1997, sin embargo, trajo un nuevo escenario para la reina. Uno que no conocía. El dolor del pueblo británico, que adoraba a su princesa, no fue bien leído en un principio por Isabel, quien se quedó en Balmoral y no hizo ninguna aparición pública. Ella, acostumbrada al frío protocolo y la forma de hacer de las cosas de la monarquía, se mantuvo en silencio.
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A medida de que la rabia de su pueblo crecía la situación se hizo insostenible, y por consejo del entonces primer ministro, Tony Blair, la reina viajó a Londres, ordenó poner la bandera a media asta en Buckingham (a pesar de que Diana ya no pertenecía a la familia real), hizo una declaración pública y apareció en los lugares en donde se le hacían homenajes a la fallecida princesa.
La reina había entendido que la frialdad de la familia real ya no era bien aceptada, y aunque no se sentía cómoda expresando sus sentimientos en público, le rindió un homenaje en su discurso destacando lo maravillosa madre que fue. Con los años también se volvió más espontánea en sus apariciones y hasta hizo bromas en público. Algo impensable años antes.
Durante el sepelio de Diana, Isabel II le hizo una venia a su ataúd. Algo inédito para la reina de Inglaterra, quien no está obligada a este gesto. Un signo de que los tiempos habían cambiado.