Como el hambre es un problema crónico y en Colombia para cerca de siete millones de personas es el pan de cada día, hay un movimiento comunitario de amigos y vecinos en las esquinas más pobres de Colombia que se puso el delantal y le metió el diente a uno de los desafíos más grandes de nuestros tiempos. En Los Informantes probamos una receta contra la pobreza y la desesperanza.
“Mi abuelo era una persona muy dedicada al trabajo con la comunidad, yo desde pequeñito lo apoyaba “voy a apoyar a fulano, voy a apoyar a sultano”, llegaba gente a su casa a pedirle ayuda para medicinas, para comida, para infinidad de cosas y él siempre decía que sí. Abuelo me enseñó que uno siempre puede ayudar. No me gusta la caridad porque esta se hace verticalmente: “Yo tengo, toma, te doy lo que me sobra”. Yo prefiero la solidaridad, aquí todos damos por igual y nos miramos de tú a tú. Es una relación de iguales y eso es lo que hacemos en la olla comunitaria”, esa receta de generosidad que heredó de su abuelo le quedó sonando a Rudolf Solano, este barranquillero de 45 años es el director de la Red Nacional de Ollas Comunitarias, una verdadera revolución para combatir el hambre.
“En Colombia realmente muchísima gente aguanta hambre, millones y millones de colombianos no tiene que comer todos los días y la ollita es la solución para comunidades enteras que se juntan, aportan lo que pueden con lo que tienen en su casa, entre todos hacen el almuerzo o la cena para que coman 200, 300 o 400 personas”. Este es un almuerzo que cocinan con menudencias, huesos, papa o de todo un poco para no pasar el día con el estómago rugiendo, con filo, con la panza triste, con hambre.
Un plato de comida parece la única opción de miles de adultos y niños que comen diariamente en las ollas comunitarias y es que en el mundo el hambre mata más que la guerra. Según la OMS, al año mueren 11 millones de personas por falta de comida, y solo en Colombia, según el Programa Mundial de Alimentos, 15 millones y medio viven en inseguridad alimentaria, es decir, que comen solo dos veces o menos al día.
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Amanece en la otra Bogotá, en la de ranchos de paja y tejas de lata, donde el viento se menea con la misma intensidad que el hambre de su gente. En la calle cocinan señoras bien vestidas, con ropa de trabajo y delantales, mujeres con manos solidarias que se han unido en los barrios para cuidar a sus hijos, mujeres poderosas que son ejemplo de valentía y resistencia.
Los señores ayudan con trozos de muebles viejos y madera que usan para prender el fuego, los niños esperan ansiosos que esté el almuerzo y para algunos es la única comida del día.
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Elizabeth Nieto, Doña Eli como la conocen, es la encargada de hacer el llamado para cocinar. Fue enfermera durante 19 años en el Hospital San Juan de Dios y ahora es cocinera de tiempo completo. “Estamos en el sector de Soacha llamado La Bahía, es bastante humilde, hay mucha necesidad y hay muchos niños y adultos mayores. Estamos preparando sopita de pasta”, esta sopa que cocina doña Eli y el resto de las mujeres que ayudan en la olla, alimentan a estos niños que se alista para ir al colegio, sin saber, que no comer lo suficiente puede afectar su desarrollo cerebral.