El 20 de enero fue viernes y Pablo Angulo Cortés había pasado todos los días de esa semana por el mismo camino para trabajar en un cultivo de cacao, en la vereda pital, en Tumaco. Aunque pisaba el suelo del Alto Mira, la que puede ser la región más minada de Colombia, tenía la confianza de que ese camino, tan conocido por él, era seguro. Pero tal certeza se esfumó violentamente cuando escuchó un estruendo y sintió que su cuerpo era lanzado por el aire.
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“Me sube para arriba y cuando bajo ya quedo es como loco, y cuando vengo a darme cuenta estaba todo esto desbaratado. Esta pierna estaba partida”, cuenta. Pablo Angulo, un campesino de 63 años, que desde niño ha trabajado la tierra, quedó tirado en el suelo, abatido por el dolor. Y allí estuvo, pidiendo auxilio a gritos, durante más de una hora. Segundo Serafín Landázuri, el dueño del cultivo donde trabajaba Pablo, fue uno de los primero que llegó a ayudarlo.
“Cuando llegamos estaba aquí del golpe salió y quedó bien patas arriba, quejándose, decía que no quería vivir más, que lo mataran. De ahí lo recogimos con miedo”, cuenta. Desde ese día, hace ya cuatro meses, ni don Segundo ni nadie se había atrevido a pisar el cultivo de cacao donde cayó Pablo. Esta vez lo hizo solo para acompañar al equipo de Noticias Caracol que llegó al lugar. La sospecha es que los bordes del camino que recorrimos junto a él están minados.
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“Está abandonado, yo no había entrado a mi finca porque a uno le da miedo que haya más, se está perdiendo la cosecha”, dice. Ese miedo que siente don Segundo cuando pisa su propia tierra es el mismo que se siente en gran parte de en el Alto Mira y Frontera, un territorio al sur de Tumaco, con 17.000 habitantes, que colinda con Ecuador y está lleno de cacao, palma, también de coca, y ahora, desde el último año, de minas antipersonal.
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“Aproximadamente 40 personas afectadas por este tema de minas en lo que va de corrido del año”, dice Martín Cabezas. Ese registro haría de esta zona la más afectada del país por esos explosivos. “Es una desgracia de la que no se libra ni siquiera él, el presidente del consejo comunitario del Alto Mira y Frontera. “La finca mía tiene minas, hace como 20 días el Ejército sacó dos, pero las otras están ahí”, cuenta el líder.
La región terminó plagada de minas porque desde el año pasado acá empezó una guerra brutal entre dos disidencias de las FARC: los Guachos, asociados a la Segunda Marquetalia de Iván Márquez, y la columna Urias Rondón, aliados de las guerrillas de Iván Mordisco. En medio de los enfrentamientos, y de los choques con el Ejército, esos grupos minaron el territorio.
“Cuando estos combatientes de estos grupos salen, ellos no se van a poner a recoger las minas, las minas quedan sembradas y, a quiénes nos afectan, a nosotros como comunidad”, dice Cabezas. Las edificaciones de la vereda Mata de Plátano son la evidencia clara de esa guerra.
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El centro de salud fue baleado durante los enfrentamientos del año pasado. La caseta que sirve de salón social, los postes de luz y hasta la escuela a la que asisten decenas de niños también recibieron impactos de fusil. Algo parecido padecen en la vereda vecina de Vayanviendo. “Aquí fue un lugar donde cayó un artefacto explosivo. Eso fue en momentos de combate, cayó aquí. Eso fue en diciembre. Esto es al lado de la escuela, por ahí a doce metros de la escuela”, cuenta Diego Cortés, el presidente de la junta de esa vereda que se está convirtiendo en un pueblo fantasma.
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De los 240 habitantes que tenía a finales del año pasado, dice que ya solo quedan alrededor de cien. El resto se han ido por el miedo a los combates y las minas, dice Cortés. “El conflicto ha sido mucho más fuerte y eso trae que aquellos artefactos vayan siendo sembrados sin saber quién. Lo que sabemos es que tenemos muchas fincas que están abandonadas por eso”.
Dos mujeres perdieron sus piernas este año al caer en minas sembradas a menos de 300 metros del casco urbano de Vayanviendo, una de ellas apenas tiene 15 años. “En ese momento estaban en combate, entonces ella queriendo escapar por un camino donde había sido puesto aquel artefacto y cayó en ese artefacto. Escuchamos la explosión de la niña, pero no pudimos ayudarla porque estaban en combate”, cuenta Cortés.
Los niños de estas veredas han sido confinados a pequeños espacios. Son cosas difíciles para nuestros niños porque antes no había esa dificultad para andar, ahora solamente los podemos tener aquí dentro del corredor escolar, no los podemos dejar salir”, dice Cortés.
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Los pobladores del Alto Mira no se atreven a meterse a los ríos ni a caminar entre el monte. Hasta las labores más cotidianas quedaron suspendidas. “Están jugando, se les va el balón fuera del área del juego y ellos les da el miedo y ese balón se queda allá, no van por el balón”, cuenta un poblador que prefiere reservarse su identidad.
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Lo más grave es que cientos de personas están pasando hambre porque tuvieron que abandonar sus cultivos, por miedo a que estén infectados de minas. “El grupo que le tocó limpiar un filo de la vía se encontró con una poma de explosivos, una caneca, más o menos 7 u 8 kilos de explosivos, tenía un cable largo. Para nosotros fue algo terrible. Ya la gente quería sembrar esta tierra, pero por eso esto está así porque no se sabe si puede haber o no”, cuenta Robinson Zapata, un agricultor de cacao de la zona.
“Un cultivo en estas condiciones ya no es garantía para entrar porque si hay una mina, fácilmente cae. Nadie quiere entrar aquí. Al no entrar nadie a cultivar, el dueño de qué va a vivir, se pierde la finca, y es posible que el dueño tenga que salir a aguantar hambre”, dice Martín Cabezas.
Don Segundo, el dueño del cultivo donde cayó Pablo Angulo, hoy tiene que resignarse a ver cómo sus seis hectáreas de cacao se pudren, consumidas por la maleza, pues nadie se atreve a trabajarlas. “Este cultivo ya tiene siete años que estoy volteando aquí para tenerlo así, y ahora verlo todo perdido”, dice.
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En la vereda vecina de La Onda, Diego cortés Landázuri, un campesino de 39 años que se dedicó al trabajo del campo desde los 13, sufre porque no pudo volver a sus cultivos. “Yo soy una persona que desde pequeño siempre me ha gustado ponerle la mano a la tierra”. El 26 de enero cayó en una mina. “Yo me fui en la mañana como siempre a mi trabajo, y venía volviendo acá a la casa. Y ya había pasado, ese es el camino de rutina que uno tiene. Y al volver por el mismo camino cuando ya me encuentro con el aparato ese. En ese momento, cuando escuché el sonido, me volteé a ver y el pie no estaba. Me tiró por allá, en ese momento no sabía qué hacer, quedé aturdido, me mandé la mano a la vista y la vista reventada”.
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Diego Cortés perdió la pierna izquierda y el ojo derecho. “Ya de verme así yo pensaba era en morirme. Porque una persona que he sido muy trabajador y en verme así decía para qué sigo más. Hasta que me traían cargado por acá decía no me saquen más, déjenme porque yo ya para qué sirvo”, cuenta.
Ese mismo día, Alberto Ortiz, de 33 años y con tres hijos, amigo de la infancia de Diego, pisó una mina cerca de allí, y también perdió una pierna. “Ahora somos como hermanos. Es una cosa increíble, caer el mismo día. Lo que a él le pasa y los trámites de él los sé yo, y lo mío lo sabe él”, cuenta Diego, quien hoy trata de reponerse de los dolores del cuerpo. “Esa pierna la tengo toda perdida pero usted siente como si la tuviera ahí. Eso se siente, le pica a uno debajo de la planta del pie, como si la tuviera ahí, eso no me deja dormir, es una cosa fea”.
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Sobre todo, trata de reponerse de la tristeza de ver sus anhelos desmoronados. En el campo, donde todo se gana con el esfuerzo del cuerpo, perder una extremidad significa quedar inhabilitado para casi cualquier actividad de subsistencia. Diego quería juntar recursos para irse a vivir a una ciudad, en calma, con sus tres hijos. Por eso trabajaba duro en los cultivos y había montado esta gallera en su casa, que hoy está abandonada.
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Los accidentes de estos hombres han causado un gran impacto emocional en el territorio. “A cualquiera se le arruga el corazón y se le salen las lágrimas, por lo menos con el compañero Diego, de La Onda. Hemos jugado fútbol, él en su vereda y yo en la mía. De pronto no me atrevo ni a ir a verlo, porque verlo que hace unos 8 meses jugamos fútbol, nos tomamos una cerveza, y ya hoy verlo que perdió una vista, a punto casi de perder las dos piernas. Es muy impactante. El territorio del Alto Mira en el tema de las minas está abrumado”, dice Carlos Angulo, de la vereda El Restrepo.
Hace más de 10 años, el Alto Mira vivió una situación similar, un pico de accidentes con minas que dejó mutilados por toda la región. En ese tiempo, las Farc controlaban el territorio. Stalin Buila vivió para contarlo: “Estábamos trabajando con un primo y ya íbamos saliendo para la casa como a las 3. Yo me resbalo con la raíz de un árbol, a orillita de camino, la bota me resbala así, y justo cae, la han tenido metido en medio de dos raíces, entonces yo me resbalo cuando siento ese boom, ya la pierna desbaratada ya, mochada, el hueso astillado, ya no había pie”.
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La nueva guerra entre los grupos residuales del desarme de las FARC revivió ese calvario para los habitantes del Alto Mira. “Yo estoy parado aquí dando esta entrevista y no creas que no tengo miedo, el miedo aquí lo tenemos todos porque si el Estado que es Estado no ha podido controlar a esta gente en su accionar de guerra, mucho menos nosotros los civiles. Nosotros estamos a merced de que nos consideren o nos quiten la vida”, dice Martín Cabezas.
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En medio de todas las carencias de este territorio, de la falta de vías y de agua potable, de la ausencia de un hospital para atender incluso a quienes pisan las minas, hoy hacen una petición urgente. “Lo único que estamos pidiendo es que el Estado, el gobierno de Gustavo Petro, habilite un equipo de desminado para que nos haga ese seguimiento de desminado y no tengamos que seguir sacrificando vidas en nuestro territorio”, dice Cabezas, el presidente del consejo comunitario.
Pablo Angulo y Diego Cortés tratan de recuperarse de sus heridas recientes para empezar a reconstruir sus vidas. “Me siento bastante incómodo porque es que verme, un tipo que he sido de mi trabajo, y verme de esta manera, me siento mal, mal”, dice Pablo. “Que no nos den la espalda, porque así como uno está ahorita uno no puede hacer nada, eso es lo que yo pido, que no se olviden de uno”, concluye Diego.
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Mientras su suelo siga infestado con esa plaga, los habitantes del Alto Mira permanecerán privados de los más esencial para un campesino: su estrecha y libre relación con la tierra.