Una cosa es ambicionar el poder y otra, bien distinta, es saberlo ejercer. A diferencia de muchos políticos de nuestro tiempo que se aferran al poder por ocho mil causas distintas a la capacidad o a los principios, Sancho Panza no se atornilló al sillón de gobernador perpetuo.
El labrador había soñado con la fama y la riqueza desde que Don Quijote lo ungió de escudero con la promesa de entregarle una ínsula para su mando y control. La oferta se hizo realidad cuando unos duques burlones, que habían leído la primera parte de Don Quijote y conocían el compromiso del caballero andante, decretaron su nombramiento para gobernar a los mil vecinos de la ínsula Barataria.
Aunque contar con semejante padrino no significaba estar capacitado para ejercer el mando, Sancho, al igual que lo han hecho otros en la historia reciente, aceptó gustoso el encargo porque así se lo ordenaban sus más profundas y humanas ambiciones.
Los acontecimientos de la República bien pronto lo pusieron frente a dilemas que medían su talante para el cargo. Las pruebas para dirimir conflictos entre vecinos fueron resueltas por él con tanto ingenio que el pueblo sintió orgullo de su gobernador.
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En una carta de don Quijote a Sancho, en la que elogiaba sus decisiones, el caballero le aconsejó ser bueno con los pobres y luchar por la equidad que tanta falta hace hoy a países, especialmente de América Latina, donde la temperatura de las desigualdades sociales explota en las calles con violencia.
“…procurar la abundancia de los mantenimientos; que no hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres que la hambre y la carestía”.
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Le recomendó, además, que todo lo que sea ley se cumpla y no se quede en el papel como los estatutos anticorrupción y los aumentos de penas para los delincuentes de cuello blanco de hoy que suenan como cantos de sirena.
Don Quijote, al que creían loco, dejaba para la posteridad cuerdos mensajes que muchos ambiciosos de poder en nuestros días pueden acoger como manual de instrucciones: gobernar para la gente y no contra la gente, visitar cárceles y plazas donde están los desfavorecidos, no ser codicioso y mucho menos glotón.
Y para cerrar, el buen padrino porque no todos los padrinos son buenos (muchos ejemplos recientes hemos visto), dio un consejo que leído con atención aplica bien en esta época preelectoral que se mueve entre los extremos, el centro y la tibieza.
“No seas siempre riguroso, ni siempre blando, y escoge el medio entre estos dos extremos; que en esto está el punto de la discreción".
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Como quien dice que, más allá del lugar donde el político se pare para gobernar, lo que prima es la sensatez a la hora de hablar o decidir.
Como buen alumno, Sancho moderó el precio del calzado, puso tasa en los salarios de los criados, impuso duras penas a los que cantaran canciones lascivas, creó un alguacil de pobres para socorrerlos, protegió a la nación de los falsos ciegos y luchó contra la pereza y la vagabundería.
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Así como Sancho entendió, en apenas una semana, que no quería soportar un día más la dieta de hambre a la que lo sometió el médico de palacio y las noches sin pegar el ojo por atender a vecinos y defenderse de enemigos, supo que el poder puede ser una apuesta por la gente o una carrera por imponer un modelo por encima de todos.
Consciente de que estaba hecho más para arar la tierra que para dictar leyes, Sancho renunció a sus ambiciones al séptimo día. La nostalgia del pasado la compartió con su silencioso Rucio en los establos del palacio cuando le expresó el dolor por haber perdido la libertad.
“…dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé, y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma dentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos”.
Para llegar a la decisión de Sancho se necesita mucho más que sal en la mollera; se requiere pensar en el bien colectivo y una buena dosis de dignidad.
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Para la larga lista de aspirantes al poder, bien vale la pena echar un vistazo a lo que aconteció a Sancho Panza en la ínsula Barataria, que al decir del pueblo ordenó cosas buenas que se nombran como “Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza”.
Pero más allá de las burlas y los aplausos que se llevó, Sancho tuvo la grandeza de bajarse del sillón de sus ambiciones cuando entendió que no estaba preparado para cargar el cetro.