Honorio Bustos Domecq entró a la liga de los grandes escritores latinoamericanos, pero nadie tiene una foto suya. Nadie lo ha visto. Es un fantasma con dos caras: Jorge Luis Borges y Bioy Casares. Bustos Domecq nació de la amistad de los dos escritores argentinos que decidieron sumar el apellido del bisabuelo materno de uno con el apellido de la abuela paterna del otro, para crear a un autor ficticio de cuentos policíacos.
La cuota inicial de esa amistad, que llegó a escribir historias a dos manos, la había dado Borges en 1940 al prologar La invención de Morel, la novela que le dio los primeros reconocimientos a Bioy Casares. El prólogo lanza aseguranzas de este tenor.
He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta.
Leer la novela es como entrar en una alucinación. Un hombre huye de la justicia, que según él lo condeno arbitrariamente, y se refugia en una isla que más parece una gorgona en la que se pudren los hombres. En esa soledad, lucen en perpetuo abandono una capilla, un museo y una pileta.
Escondido, ve hombres que danzan en la colina y se obsesiona por una mujer que todas las tardes se sienta en una roca a ver las puestas de sol. El isleño escribe su historia en un diario y, por cuenta de la mujer, se plantea tres opciones para su vida: su compañía, la soledad o la justicia. Se la juega por el amor, la primera de las alternativas.
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Se acerca a la mujer, llama su atención, se hace visible ante sus ojos, pasa frente a ella, pero ella no lo mira. Es como si no existiera. El lector (en este caso soy yo, por supuesto) cree que ella es un fantasma o que quizá el fantasma sea el isleño prófugo. Posiblemente él la ve, pero ella no tiene ojos para ver. O ella no lo ve, porque él no tiene cuerpo para dejarse ver. Bioy Casares alimenta la probabilidad en el relato del isleño protagonista.
Con estirar el brazo, la hubiera tocado. Esta posibilidad me horrorizó (como si hubiera estado en peligro de tocar un fantasma).
El prófugo en su diario y el lector están pisando el terreno de una alucinación, que el propio relato va desatorando. Un hombre habla con la mujer de la roca y desde su escondite el isleño los escucha. Ella se llama Faustine y él, Morel. Los celos sacuden el corazón del prófugo no por lo que hablan sino por lo que él imagina que significa lo que hablan.
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Por más esfuerzos que hace para que Faustine lo mire, ella no lo ve, lo ignora, le es indiferente. El enigma lo resuelve Morel cuando le explica a sus acompañantes que la isla es suya; que el museo, la capilla y la pileta son su obra, y que ha inventado una maquina capaz de reproducir las imágenes de las personas para fijarlas en la eternidad, a costa de su vida.
…se trata de imágenes extraídas de los espejos, con los sonidos, la resistencia al tacto, el sabor, los olores, la temperatura, perfectamente sincronizados.
Quizá eso lo explica todo. Ella no lo mira porque es la reproducción de su imagen, pero en algún lado debe estar la Faustine real, la que el isleño quiere sentir, una Faustine de carne y hueso que lo mire y que le ofrende su amor. Por eso, el final del diario es un clamor.
Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso.
Cada lector le dará su propio sentido a La invención de Morel. Yo escogí el del amor imposible, porque la vida del protagonista gira en torno a la obsesión por la mujer que no lo mira.
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