Pedro Abelardo, maestro en lógica, filosofía y gramática, no pudo escapar de la irracionalidad de las pasiones. Se enamoró locamente de su alumna Eloísa, confiada a él por su tío, el canónigo de la catedral de Notre Dame, que deseaba llenarla de conocimientos.
Transcurría el siglo XII, cuando los amantes se ocultaban entre las lonas del campanario de la iglesia en plena construcción, y desde allí, en la desnudez del amor, miraban desde las alturas a la París medieval que no perdonaba esas impudicias.
Eloísa quedó embarazada y la pareja optó por escapar. Pasado un tiempo, Abelardo se presentó ante el canónigo para clamar su perdón, pero era tan grande el tamaño de la ira del tío de Eloísa que ordenó que castraran al maestro mientras dormía.
Esa acción criminal, sumada a la pérdida del hijo, postró a Abelardo en un monasterio y a Eloísa en un convento. La historia de la célebre pareja se hizo memorable porque transformaron la distancia forzada en un amor epistolar. Cartas iban y venían.
Publicidad
Abelardo recordaba los días apasionados:
Abríamos los libros, pero pasaban ante nosotros más palabras de amor que la lección. Había más besos que palabras. Mis manos se dirigían más fácil a sus pechos que a los libros
Publicidad
Eloísa escribía en el silencio de su celda:
Debía gemir por los pecados cometidos y, sin embargo, suspiro por los que he perdido
Darío Fo, Premio Nobel de Literatura y conocedor como ninguno de ese amor de la Edad Media que se quedó a vivir para siempre en la memoria de la humanidad, escribió en El amor y la risa, la dulce y triste historia de los enamorados cuyos restos reposan en la misma tumba del cementerio Pére Lachaise de la capital francesa.
Publicidad