“O sea, para nosotros no hay basura, hay material posconsumo utilizable”, Rosa Poveda tiene 56 años, una vida de campo con huerta, invernadero y animales en pleno corazón de Bogotá y la convicción serena de que si no hacemos algo pronto el mundo terminará convertido en un estercolero sin remedio.
Vive con sus hijos y sus nietos en una casa sencilla y autosostenible del barrio La Perseverancia en Bogotá. Aquí cultiva todo lo que comen, siembra papas sobre llantas en desuso, usa abejas para polinizar sus semillas y transforma todos sus desechos en tierra fértil.
“Para cambiar esta selva de cemento falta que la gente se concientice que no debe haber basura, es que no entiendo por qué hay basura; nosotros nos tenemos que hacer cargo de los residuos que generamos y es muy fácil. Si yo que no tengo mucha educación, que soy campesina, lo puedo hacer, ¿por qué no la gente que estudia tanto?”, dice Poveda.
Desde esta granja urbana, que es también una trinchera de resistencia contra el consumo desaforado, Rosa cultiva 300 variedades de plantas, convive con patos, conejos y gansos, entierra en su baño ecológico los excrementos humanos y procesa los residuos orgánicos de 70 familias con pacas digestoras que, al cabo de tres meses, vuelven una pila de desechos en abono de primera calidad.
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“La gente que viene aquí y utiliza el baño, ya es una cagada menos que va al agua, porque lo que pasa es muy triste. Aquí tenemos el río Arzobispo a 10 minutos. ¿Cómo es que usted sube 10 minutos hacia allá y toma agua, pero llega al Parque Nacional y ya se envenena? O sea, somos depredadores, somos una plaga que acabamos con todo lo que tenemos”, añade.
Rosa es una de las pioneras de las huertas comunitarias, que hoy suman casi 25.000 en todo Bogotá. Ella cultiva en su casa; al frente de su casa, en el borde de la Avenida Circunvalar, y a 200 metros de allí. Y es casi un milagro ver cómo se abren paso lechugas, remolachas, uchuvas o papas que cualquiera puede tomar en la calle para paliar el hambre.
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“¿Por qué crees que los seres humanos nos hemos vuelto tan depredadores del medio ambiente?”, le pregunto. “Porque volvimos prioridad el dinero y resulta que nosotros acá estamos de paso, todo lo que nosotros tenemos es prestado”, me responde sin dudarlo.
Prácticas como la suya convirtieron a La Perseverancia, además del Cortijo, en el segundo ecobarrio del Distrito, según la Secretaría de Hábitat. Lugares que buscan mitigar el impacto del cambio climático e impulsar la apropiación del territorio.
Luis Carlos Montenegro, abogado y defensor de derechos ambientales, dice que el modelo del relleno sanitario Doña Juana colapsó. “Nosotros le queremos proponer un reto a la gente: nada de lo que entra a tu casa se va para Doña Juana. El reto está en tu casa. Cómo hacemos para que a nivel individual tú puedas hacerte cargo de todos los residuos que mal llamamos basura. Ese es el cambio de modelo del relleno sanitario, un relleno sanitario insostenible en el tiempo y que, además, le hace un daño irreparable a las familias que viven allá en Ciudad Bolívar y en Bosa, que son las que tienen que aguantarse toda la mierda de la ciudad que no es capaz de hacerse cargo de su basura”.
En 2020, con pandemia y encierro incluidos, llegaron a Doña Juana 2.413.486 toneladas de desechos, de los cuales 1.151.582 toneladas eran residuos orgánicos. ¿Si ese material orgánico se hubiera compostado, es decir, oxidado y descompuesto naturalmente hasta convertirse en tierra, tal como hace Rosa a diario, sabe usted cuántas toneladas de abono habría obtenido la ciudad?: 300 mil. ¿Se imagina usted la resiembra de árboles que se podría hacer con semejante cantidad de abono?
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“El Relleno Sanitario Doña Juana recibe 6.500 toneladas diarias de las 20 localidades de Bogotá, pero también de cinco municipios aledaños. De esas 6.500 toneladas, más de la mitad, como el 54 por ciento, son residuos orgánicos que en el esquema de aseo no están contemplados desde lo aprovechable”.
Lo dice Sonia Osorio, quien coordina la Planta de Residuos Orgánicos Sineambore, una iniciativa comunitaria de los habitantes del Mochuelo, principales afectados por Doña Juana. Un proyecto que busca transformar esos desperdicios en tierra aprovechable para la recuperación de suelos en Bogotá. Desde hace tres años funciona y cada semana 700 de las 1.200 familias del barrio les entregan los residuos para la planta. La Unidad Administrativa Especial de Servicios Públicos (Uaesp) apoya este proyecto piloto de recicladores organizados.
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“Aquí en la planta de aprovechamiento de residuos orgánicos se recibe la ruta de recolección que hacemos en las casas del barrio y así hemos recuperado en estos tres años 500 toneladas que no han llegado hasta Doña Juana”, cuenta Osorio.
Sin rodeos afirma que depende de nosotros seguirnos ahogando en nuestra propia porquería o transformarla.
“Muchas veces se ve como que el problema del relleno Doña Juana es de las comunidades aledañas. Entonces hay una lástima, que resulta ser bastante efímera, frente a lo que son las consecuencias ambientales y es como ‘pobre gente que vive al lado del relleno, que tiene que soportar las moscas y los olores’, pero resulta que el relleno está sobre la cuenca de un río principal en Bogotá que viene del páramo más grande del mundo que es el Sumapaz. Entonces toda esa acción colectiva que estamos generando de llevar las basuras allá tiene unas consecuencias, unos lixiviados que se vierten en las cuencas de un río, pero ese río, que pasa por muchas localidades de Bogotá, llega a un río mayor y, finalmente, al océano. Entonces es saber que lo que estamos botando se va a devolver a nosotros en contaminación”, concluye rotunda.
Julio Rodríguez tiene 45 años, es ingeniero industrial y dirige el proyecto pedagógico de la “Universidad de la Basura”. Cuando era un niño una cirugía salió mal y le atrofió el olfato. Por eso, mientras todos huimos del rancio aroma del mundo podrido, Julio se aproxima a él sin distracción alguna porque solo ve formas y residuos potencialmente aprovechables. Una botella puede ser un rústico tapabocas; un jean roto, un bolso elegante; un neumático pinchado, una cartera poderosa. Y así.
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“Yo empecé a ver a partir de ahí que en la basura estaban todos los símbolos de la creación y que la basura tiene una geometría sagrada”, sostiene.
Según él, los desperdicios humanos son riqueza al revés que nadie ve y con los cuales el mundo podría transformar la porqueriza que desecha por energías limpias. Ya hay iniciativas, desarrollos tecnológicos y proyectos avanzados.
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Solo falta conciencia. Casi nada.
Y tres eres claves, según Julio: reducir, reciclar y reutilizar. ¡Ah! Y bañarse con agua fría a diario, lo cual garantizará que ahoguemos pronto al cantante que todos llevamos adentro. Y que nos concentremos en lo que toca. Con tres minutos basta.
“En uno de los videos que tenemos de la ‘Universidad de la Basura’ hacemos ese cálculo y es un promedio de ocho toneladas de basura que tú generas en tu vida en todo lo que consumes. Comenzando desde bebé hasta que te mueres, un promedio de 70 años de vida: ocho toneladas por persona. Y somos 8.000 millones. Imagínate”, asegura apesadumbrado.
Las huertas colectivas que se multiplican en toda la ciudad y los 60 procesos de paqueros en 15 localidades que vienen convirtiendo los desechos de sus barrios en fermento para la resiembra son proyectos que esperanzan. Unas 100 toneladas de residuos orgánicos han dejado de llegar a Doña Juana este año gracias a personas como Carolina Moreno, dibujante de arquitectura y ambientalista de Barrios Unidos. Para ella la pandemia volvió a conectar a la gente con las raíces del planeta.
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“El 80 por ciento de la gente, tras la pandemia, valora mucho más el verde y siente que esto es una manera de conectarse con la naturaleza o, por lo menos, una alternativa. ¿Yo puedo hacer eso con los residuos?, se preguntan y es como la sorpresa. Y sobre todo empiezan a asociarlo un poco con siembra, con huerta, con abono. Entonces en ese sentido hay una química, de hecho, la gente trae sus semillas o trae sus planticas para sembrar”, dice Moreno.
Muy cerca de allí está la huerta Muyso que hace 14 meses juntó a una decena de jóvenes que no se conocían bajo un proyecto común: cuidar la tierra. Al lado del humedal El Salitre y a escasos pasos de la transitada Avenida 68 de Bogotá, este grupo de espontáneos se reúne todos los martes para darle vida a un territorio que hace nada era casi un basural.
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Diego Rodríguez, uno de esos jóvenes, lo cuenta a su manera: “Estamos ante una inminente crisis climática y es importante que nosotros asumamos también la responsabilidad que implica habitar en nuestros territorios. Y no esperar a que de pronto venga la Secretaría de Ambiente a decirme cómo debo cuidar el territorio, sino uno mismo ser consciente de que si tengo una huella ecológica, ¿cómo hago para reducir el impacto?”.
Cristián León añade: “Una vida tan apresurada, una vida tan competitiva como la de la ciudad, en el momento de la pandemia todo eso se vino abajo y pues cogimos conciencia de que lo que siempre ha estado y lo que realmente va a estar es la naturaleza”.
En medio de la huerta hay espacio para el “museo de basura tecnológica” que ellos mismos han desenterrado de allí. “Esta es la mayor atracción de la huerta, ya que es el museo de todo lo que hemos encontrado. Esta es la estructura ecológica del humedal El Salitre, pero todo esto es relleno, donde estoy parada es relleno, y vea hasta mármol hemos encontrado. Y acá nos damos cuenta de lo malo que son las latas y todos los residuos que quedan. Mire, esta lata de cerveza Clausen debe tener unos 20 años; tenemos celulares, y todo es encontrado en las partes que hemos sembrado. Donde abrimos hueco, encontramos cosas. Aquí hacemos memoria con la gente que viene”, advierte Paula Mateus.
Falta todo por hacer, pero ya hay mucha gente haciendo. No parece una cosa titánica esto de salvarnos de nosotros mismos y de esta vorágine de consumismo.
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Desde esta huerta en Ciudad Bolívar, que es también un aula ambiental para niños, Sandra Sánchez nos propone un reto sencillo: “Cada uno de nosotros podemos llegar desde nuestros hogares a ser basura cero. Todo, todo, se puede aprovechar”.
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