Puede que sea desde la residencia familiar en Wollerau, una casa acristalada de tres plantas, de grandes ventanales con vistas al lago de Zúrich, al lado de su esposa Mirka Vavrinec y en compañía de sus hijos Myla, Leo,Charlene y Lennart, donde por la cabeza de Roger Federer aún recorran de vez en cuando imágenes de aquellos días en el O2 de Londres, emotivos, interminables y angustiosos, en los que fue real y oficial el adiós a su carrera.
Entre la vivienda suiza y el ático de Le Reve de Dubai donde se refugia del frío y escapa del invierno, viajan las huellas de esa fiesta de fin de curso planeada en la Copa Laver, veinticuatro años después de su estreno profesional y luego de un recorrido excelso, plagado de éxitos elaborados de una manera espectacular y con un admirable método para desarrollar el juego. Una época.
Entendió Roger Federer que el cuerpo no daba para más. Que no había más recorrido en su trayecto para prolongar la puja por los éxitos y alargar el mano a mano con Rafael Nadal y con Novak Djokovic; ese desafío estadístico, popular y también personal por la consideración del mejor de la historia.
Hacía tiempo que el suizo, ya con 41 años cumplidos estaba al margen de esos momentos gloriosos de los grandes torneos. Habían transcurrido cuatro desde que consiguió ganar su último Grand Slam, en Australia. El vigésimo en su carrera.
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Entre la nostalgia y el sosiego rememora Federer aquella tarde que destapó la fragilidad emocional que invade a cualquier ser humano. Ésa que supo esconder tantas veces en la cancha en cuanto se instaló en la cima y después de sobrevivir a la rebeldía de juventud. Fue un adiós especial porque el destino procuró que la atmósfera estuviera a la altura del personaje. Así fue. En activo, en medio de la pista del recinto londinense, al lado de su rival, amigo y compañero Rafael Nadal, con el que tantos episodios épicos había compartido. Roger y Rafa perdieron contra los estadounidenses Jack Sock y Frances Tiafoe y marcaron el final de una era en el tenis.
No fue un adiós improvisado. Federer se encaminó al centro de la pista. El público entregado, Nadal emocionado. Un video en el marcador resumió una carrera eterna, con 103 títulos individuales, con veinte Grand Slam.
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Las lesiones, el quirófano, una recuperación interminable, un túnel sin salida y el paso de los años terminaron por convencer a Roger de la necesidad echarse a un lado mientras una nueva generación tras otra empieza a devorar el circuito, a invadir el tour donde aún se hace fuerte Rafael Nadal y también resiste Novak Djokovic, supervivientes al empuje natural, desafiantes a los ciclos de la vida.
Se detuvo el tiempo en el 2022 para Federer igual que se estancó para el argentino Juan Martín del Potro, el alemán Philipp Kohlschreiber, el estadounidense Sam Querrey, el italiano Andreas Seppi, los franceses Gilles Simon y Jo Wilfried Tsonga, el sudafricano Kevin Anderson o los españoles Tommy Robredo y Marc López que enfilaron también la marcha deportiva para advertir del final de una promoción inigualable en la historia del tenis.
Apuran la despedida y alargan su historial Djokovic y Nadal, aún con un carácter dominante, tenaces ante la irrupción de los tiempos modernos que interpretan tipos como el ruso Daniil Medvedev, el noruego Caper Ruud, el alemán Alexander Zverev, el griego Stefanos Tsitsipas, el canadiense Felix Auger Aliassime, el italiano Jannik Sinner o el danés Holger Rune. Pero especialmente, Carlos Alcaraz, instalado en el final del ejercicio en la cima del circuito desde donde contempla un devenir esplendoroso.
Nunca llegará a medir su tenis Alcaraz con el de Federer. Es uno de los lamentos del murciano, reconocido admirador del icono suizo, que jamás arrinconará las vivencias experimentadas a lo largo del año que acaba.
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Ha tardado poco en alcanzar la cumbre el español erigido en el número uno más joven de la historia del tenis. Ya forma parte de los grandes del deporte este adolescente de 19 años que ha roto en cada paso los registros establecidos desde siempre. Cerró Alcaraz el 2019 en el puesto 492 del ránking y un año después llegó a diciembre en el 141. Irrumpió entre los cien primeros del mundo en mayo del 2021, con 18 recién cumplidos y acabó esa temporada en el 32 del escalafón. Doce meses después, corona la clasificación del mundo. Por encima de todos. De los clásicos, de los legendarios, de los consolidados y de los incipientes.
Logró Alcaraz en tiempo récord el anhelo que aún está pendiente para tipos como Zverev, Tsitsipas, Andrey Rublev o Matteo Berrettini, abanderados de la generación intermedia señalada para heredar la cosecha del ‘Big Three’ y que todavía no han asaltado la cumbre.
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Pero han sido suficiente unos cuantos meses para quemar etapas y atravesar barreras a toda máquina. De promesa a rival a batir disfruta aún el español que ha realzado a El Palmar con sus conquistas de aquél 11 de septiembre en Nueva York cuando consolidó definitivamente sus señas de identidad en el tenis al ganar su primer Grand Slam, el Abierto de Estados Unidos, al noruego Casper Ruud y asaltar, a la vez, la cúspide del circuito.
Nada aplaca la sonrisa de este adolescente de semblante natural, presa aún de la espontaneidad propia de su limitada experiencia, que ha impuesto su tenis en el circuito. Victorias memorables como las logradas ante Nadal y Djokovic en Madrid, épicas como la conseguida ante Sinner en Nueva York son algunos de los momentos felices del murciano que irrumpió con convicción en el 2022 y devoró un trofeo tras otro.
Recuerda Alcaraz que dio sus primeros pasos en el curso que ahora acaba con el trofeo de Umag del 2021 como único mérito. Y de pronto, como quién no quiere la cosa, Río de Janeiro y, sobre todo, el Masters 1000 de Miami. La cosa iba en serio. Llegó después el triunfo en Barcelona y, especialmente, el Masters 1000 de Madrid. No había final que se le resistiera al de El Palmar, que cerró el círculo en Estados Unidos, su primer major. En Umag y Hamburgo, se quedó en puertas.
Cincuenta y siete victorias y sólo quince derrotas y cinco títulos resumen el tránsito de Alcaraz en su año de gloria, el 2022 en el que sobresalió al resto, incluido Rafael Nadal, el segundo en el ránking que cerró una temporada al nivel que marca su incomparable carrera.
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Estrena el balear en su Manacor natal sus primeras navidades como padre a un paso de iniciar su vigésimo segundo curso como profesional. Casi cuatro meses de adaptación a su nueva condición, a una situación desconocida. Para los viajes y la distancia. Para su rutina. Un devenir personal inexplorado y un acontecer incierto sobre la pista.
Fue para Nadal un curso extraño el del 2022 que arrancó a lo grande, se estancó en su ecuador y decayó en su final, sin disposición para el despegue. Brilló el español al inicio, arrollador. Invicto durante sus primeros torneos que conquistó. Melburne, el Abierto de Australia y Acapulco. Veintiuna victorias seguidas. Una racha que solo estancó marzo, en la final de Indian Wells, por una fisura en sus costillas.
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Dos meses tardó en regresar a las pistas. Fue en Madrid. En el Masters 1000. El cuerpo le dio hasta los cuartos de final. Siguió en Roma. No pasó de octavos. Pero llegó Roland Garros y no perdonó. Recuperó su nivel y volvió a reinar en París por decimocuarta vez. Fue su vigésimo segundo Grand Slam, más que nadie. Dos por encima de Federer y, por entonces también, de Novak Djokovic al que volvió a ganar en los cuartos de final de la competición.
Pero las advertencias físicas no dan tregua al español que mantiene una permanente y particular lucha con las lesiones y la cancha, que divide su esfuerzo y su tesón entre los condicionantes físicos y el juego. Que apuntala su fortaleza con las exigencias de la recuperación de cada contratiempo de su cuerpo y la puesta a punto ante la red.
No regresó el balear hasta agosto. Se probó en Cincinnati y perdió en su debut. Y en Nueva York, en una gran ocasión para agrandar su cuenta de majors, sin Djokovic ni Daniil Medvedev, no pudo pasar de octavos.
Echó el resto del curso a duras penas. Eliminado en primera ronda en París Bercy y con una sola victoria en el torneo de Maestros de Turín. Pero lo importante estaba hecho.
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Cierra sin reproches el año Nadal, a la espera del dictado de su cuerpo para lo que viene. La pista marcará el futuro, aún con alicientes, aferrado a la salud y al empuje de los novatos. Y de Djokovic, también eterno, que reaccionó a los malos ratos y el veto por las secuelas de la pandemia en el primer tramo del curso pero que advirtió de la pauta a seguir con el triunfo en Wimbledon, veintiún Grand Slam y un final de temporada en erupción.