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Hace 25 años un pequeño caserío enclavado en las montañas de Los Montes de María recibió toda la furia de la guerra entre la guerrilla de las Farc, que dominaba el territorio, y los paramilitares, que se tomaron a sangre y fuego esta zona, masacrando despiadadamente a sus pobladores. Este cruel episodio se denominó como la masacre de El Salado.
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Noticias Caracol visitó este poblado y a los sobrevivientes que retornaron, quienes relatan cómo fue la barbarie cometida por los paramilitares con su pueblo durante tres días, convirtiéndolo en un infierno. Este suceso es una marca que llevan en el alma, la cual trasciende con un mensaje de no repetición y entendiendo los sufrimientos que viven, por estos días, los habitantes del Catatumbo.
En El Salado, las calles son polvorientas y las personas aguantan temperaturas de 38 grados y reconstruir la memoria de lo que pasó es una de sus razones para vivir. “Fue algo que no lo esperábamos porque como siempre hemos dicho, esta guerra no era nuestra. Pero nos tocó de vivirla”, dijo Neida Narváez, lideresa y sobreviviente de este caserío.
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En esas calles que hace unos años volvieron a habitar fue donde hace 25 años entraron 450 hombres vestidos de camuflado. Eran paramilitares quienes irrumpieron en el corregimiento de El Salado a causar la peor masacre de la historia contemporánea de Colombia: asesinaron a 60 inocentes.
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El primer sobreviviente que vio avanzar las dos hileras de paramilitares por la carretera fue Jacob Arias, un líder campesino tabacalero quien madrugó en su burro llevando un encargo familiar a su mujer y sus 11 hijos. Ese día tenía un mal presentimiento y en su recorrido se encontró con los hombres armados de frente.
“Cuando yo llego aquí a kilómetro y medio yo veo un señor que este vestido de soldado, pero como por aquí ya estaban entrando soldados y guerrilla yo dije deben ser ellos (…). Cuando el señor me ve, él trata de esconderse detrás de un retoño de uvito (…) y él sale y me dice “oiga sus papeles”, pero quién es usted, identifíquese? Me mostro el brazalete y me ha dicho que era de las autodefensas y que ya venía el resto. Venían seguiditos póngale de a metro y medio", contó Jacob.
Luego, hicieron bajar del burro para requisarlo. Y ahí fue cuando lo sometieron a un juicio en plena carretera. "Me dice el comandante, si usted es guerrillero, se queda aquí. Porque aquí viene mucha gente que lo conoce. Y si no es guerrillero, se va”, dijo Jacob sobre la amenaza de los paramilitares, quienes lo pusieron frente a las filas de hombres que pasaban.
Su retención, calculó, duró una hora. Luego el comandante dio la orden de soltarlo. Montó su burro sin mirar atrás y, mientras huía, iba encontrando rastros de sangre en el camino de otras personas que seguramente habían pasado el mismo juicio, pero sin su suerte.
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“Si me dio miedo. Sentí temor y dije: "Dios mío, ¿esto qué es?” Yo no estaba hablando con un santo, yo estaba hablando con el demonio”, recordó el sobreviviente a la masacre.
Una vez en El Carmen de Bolívar se encontró con dos policías conocidos, cuando le preguntaron si había visto algo raro, recordó lo que le habían dicho los ‘paras’ antes de despedirlo: “Usted ni vio ni oyó”. Solo así pudo salvar su vida de lo que sería un río de sangre de inocentes.
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Fue el 16 de febrero cuando se inició la toma paramilitar. El primer grupo había salido por la vía de El Carmen de Bolívar, comandado por alias Amaury. El segundo grupo partió de Ovejas, en Sucre, bajo el comando de alias El tigre. Mientras que un subgrupo entró por el corregimiento de Canutal y otros por Córdoba, Bolívar. Un último comando salió de Zambrano, también en Bolívar, bajo el comando de alias Cinco siete.
Para el 17 de febrero, alias Amaury fue atacado por las Farc. Y, tras los combates, el 18 de febrero los paramilitares expulsaron a las Farc de la zona. El pueblo quedó en las manos de las autodefensas.
Así fue como unos pobladores inocentes quedaron en medio de la guerrilla de las Farc y los paramilitares. “Ya la gente cuando los veían a ellos todo el mundo se paralizaba”, contó Neida Narváez, sobreviviente de la masacre.
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Contó que escuchó un ruido similar a un estruendo cuando los paramilitares llegaron al pueblo. Don Julio Arias lo vivió y todavía lo recuerda con total lucidez. Vio, desde la puerta de su casa, cuando las tropas de los paramilitares empezaron con sus órdenes y atropellaron gente.
“¡Salgan, salgan! Partida de guerrilleros, hijos de puta. Así nos trataban a nosotros que no teníamos nada. (…) Y llegó uno a un negro allá enseguida con el rifle, ¡pa! ¡Pa! Mató dos muchachos como de 19 y 20 años. Delante suyo. Delante mío, de la gente que estaba ahí”, contó.
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De nuevo, en el lugar donde hace 25 años ocurrió la tragedia, recordó a gente llorando, a las más de 60 familiar que allí vivían. A algunas casas llegaban disparando sin decir ni una palabra.
Los que pudieron salieron despavoridos en todas las direcciones. En el caso de Neida, para ese momento tenía siete meses de embarazo, por lo que difícilmente se podía mover, pero alcanzó a socorrerse en un monte con otros vecinos.
"Sobrevivimos por la misericordia de Dios porque no teníamos agua, no llevábamos comida, llevábamos niños pequeños, llevábamos adultos mayores. No dormíamos porque nosotros sentíamos el fuego, los tiros, la música, escuchábamos todo eso”, recordó la mujer, quien veían como la candela se prendía en las que fueron sus casas.
Otros, en tanto, se escondieron en partes de las casas donde creían que no serían descubiertos. En el caso de Julio su lugar fue un armario. A quienes descubrían los llevaban a la plaza del pueblito y los asesinaban.
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“Yo dije: yo para la plaza no voy. Mejor me que me maten corriendo, pero yo no voy a que me mochen la cabeza”, contó sobre su decisión de salir huyendo del pueblo mientras los paramilitares le disparaban.
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Arrastrándose entre zarzales logró llegar hasta el cementerio. Las cicatrices le quedaron en un brazo y al menor descuido se internó en el monte, quienes se escondieron allí sobrevivieron. Fueron cuatro días escondidos sin comida y sin agua. Una niña, de tan solo siete años a quien todos recuerdan como mártir, murió de sed.
La peor de todas las imágenes estaba por quedársele pegada a la retina y en todos los sentidos a Neida. “Nunca se me ha borrado de mi mente cuando yo llego y veo la gente tirada en los andenes. El olor ya no se soportaba: era algo fétido de los cuerpos que estaban aquí tirados. Muchos cuerpos ya estaban explotados”.
Sobrevivimos por la misericordia de Dios porque no teníamos agua, no llevábamos comida, llevábamos niños pequeños, llevábamos adultos mayores
Señaló las escalas de la iglesia, donde los paramilitares apartaron a las mujeres. Y en la cancha ubicaron a quienes iban a torturar.
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“Esta es la plaza. Los trajeron aquí como para que eso quedara marcado de por vida. Para que no se les olvide nunca que estuvimos aquí”, lamentó.
En El Salado siguen en pie los ranchos que sirvieron de cocina para alimentar a los ‘paras’. A la mujer de Julio le tocó cocinarles a los hombres armados. A otras mujeres las violaron y luego fueron vilmente asesinadas.
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Al cuarto día todo fue silencio. Era domingo cuando en el pueblo se escuchó una voz que los obligó a salir del monte. Era el Ejército, que gritó que no respondería por quienes todavía estuvieran en el monte.
“Todo el mundo salió. Salimos a buscar la familia llorando, con miedo, llorando”, dijo Julio.
Los saladeros lloraron hasta que se secaron las lágrimas frente a la hilera de muertos donde tenían que reconocer a los suyos. La misma comunidad la que abrió las fosas comunes para enterrar a sus muertos.
Jacob, Julio y Neida son parte de esa generación de ancestros quienes hoy hacen memoria de la tierra que aman, a donde volvieron, a pesar de todo el dolor que cargan.
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