Detrás de las nubes que custodian celosamente la cordillera occidental, al filo de esta cumbre impenetrable y remota, está el corregimiento de El Aro, en Ituango, Antioquia. Un caserío que se volvió noticia nacional en octubre de 1997 tras la sangrienta incursión paramilitar que arrasó el pueblo, torturó y asesinó a mansalva a 15 campesinos, un niño de 14 años incluido, y violó a varias mujeres en cinco días ininterrumpidos de violencia y espanto.
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“Llevaron a la gente a la plaza, los tiraron boca abajo junto a la caseta, ahí donde están esas cañas, y ahí asesinaron a los que iban a asesinar uno a uno. El jueves nos dijeron ‘todos se van y el que no se vaya de aquí le vamos a meter candela con todo y casa’. Y así fue, nosotros nos fuimos y cuando íbamos allí en una finca que se llama La Floresta esto aquí ardía y echaba un humo negro, le metieron candela a todo esto”.
Marta Marleny Barrera tiene 49 años y vio pasar entonces frente a sus ojos la guadaña criminal de ese ejército de matones de la casa Castaño que se alió con miembros de la fuerza pública para perpetrar la masacre.
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Seiscientos campesinos huyeron despavoridos y muchos jamás regresaron a estas montañas agrestes y escarpadas. La mayoría de los cadáveres, apilados a un costado de la iglesia, fueron enterrados aquí, en el cementerio del pueblo, una vez las autodefensas les dieron permiso a quienes quedaron vivos.
“Yo lo he dicho muchas veces: si cuando uno cuenta la historia el funcionario que llega se estremece, ¿cómo será nosotros que lo vivimos? Aquí hubo de todo, hubo asesinato, hubo terror, hubo violación a las mujeres y sobre todo toda la violación a los derechos humanos”, dice.
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Han pasado casi 27 años de aquella infamia y El Aro sigue tratando de sacudirse de sus fantasmas.
¿Qué quedó en El Aro tras la masacre?
Es jueves 13 de junio y nos disponemos a llegar hasta allí junto a una comisión de la Agencia Nacional de Tierras, encabezada por su director Juan Felipe Harman, para presenciar la entrega de 805 hectáreas a 35 familias campesinas que fueron desplazadas por la masacre. Un helicóptero del Ejército nos lleva desde Medellín hasta el corregimiento luego de un sobrevuelo de 45 minutos. Aterrizamos sobre un pequeño llano en medio del monte, bajo la custodia de soldados.
Tras una corta caminata sorteando el barro de la ladera y los nacimientos de agua manantial que brotan de la montaña, arribamos al caserío. Cualquier asomo de progreso que alguna vez refulgió allí pareciera habérselo tragado para siempre la ciénaga podrida de la barbarie paramilitar. Aún hay casonas en ruinas o devoradas por la maleza. Tampoco hay una vía de acceso, salvo los caminos de herradura que remontan con destreza las mulas y los arrieros hasta la carretera que conecta con Puerto Valdivia, a dos horas y media de distancia. Una ruta que recorremos al otro día de regreso a Medellín.
Los habitantes de El Aro resisten como pueden las costras del olvido.
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“La comunidad guarda todavía la esperanza de que todo lo que han prometido lo cumplan, pero también ya está agotada, ya no quiere más reuniones, no quiere más talleres, no quiere más visitas de tanto funcionario que viene aquí a tomarse una foto y no más, porque no es más lo que hacen, venir a tomarse una foto y listo. Y prometerle a la gente lo que no van a cumplir”.
Lo dice Tulio Hernán Mejía, representante de la Junta de Acción Comunal de El Aro, y también sobreviviente de la masacre. Sin rodeos cuenta que su gente está harta de las promesas, que 27 años de incumplimientos le llenan la taza a cualquiera y que esta entrega de tierras por fin es un alivio concreto del Estado en medio de tanta promesa que no fue. Incluso reconoce que algunos campesinos han sembrado coca por la falta de oportunidades.
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“Lo que nosotros le pedimos al Estado es que cumpla realmente con lo que promete. Van 27 años y todavía volvemos a lo mismo: hay casas destruidas, hay familias que no tienen dónde vivir aquí en el caserío, no contamos con una vía de acceso y no contamos con proyectos productivos. Lo único que hace el Estado es atropellarnos, porque si bien aquí vivíamos de cultivos de uso ilícito, sabemos que no es legal lo que estamos haciendo, pero por el abandono del Estado”, agrega.
Bajo esta caseta dispuesta para guarecer a los asistentes del calor abrasante del mediodía en El Aro, a escasos cuatro metros del lugar de la masacre, se lleva a cabo el evento. Allí el director de la Agencia de Tierras les entregó a 35 representantes campesinos los títulos de propiedad de sus parcelas. Uno a uno los fue llamando para cumplir el protocolo. La mayoría sonrió para la foto, pues esta vez sí la valía. Algunos más exigieron proyectos para sacar sus cosechas y la vía tantas veces prometida.
Enseguida las víctimas se movieron hasta las escalas de la iglesia, se acomodaron en hileras recordando sus bregas campesinas y levantaron sus títulos triunfantes para mostrárselos al dron de Noticias Caracol. En últimas, es la celebración de la resistencia.
Después hubo música y relajo. Y sancocho, cómo no. Con cerdo y pollo, arroz y ensalada, para festejar tanta dicha en la tierra que ya pueden declarar que es suya porque así lo dicen los papeles de la notaría. Un pequeño respiro para El Aro después de tanta estrechez y desamparo.
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“¿Qué significa para un campesino que le digan esta tierra es suya, la tierra que ha labrado, pero que le digan ahora sí esta es suya?”, le pregunto a Ramón Gerardo Posada Echavarría, otro de los beneficiarios. “Significa lo más importante que puede haber, uno siendo dueño de su tierra, de su predio, está uno calificado como un rey”, me contesta. “¿Usted se siente como un rey en su tierra?”, le insisto. “Sí, señor, sí señor, por eso yo no me he ido de aquí de estas tierras, porque estas tierras las compré yo con todo el sacrificio y todo el trabajo de mi niñez hasta la edad que tengo, por eso me siento orgulloso”.
Don Ramón tiene 75 años y habla con la serenidad de un hombre sabio. Desde su casa rememora el estruendo de las ráfagas de fusil de aquel octubre maldito y el pavor que les inoculó a todos para siempre esa orgía de muerte.
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“Nos tocó huir como los ratoncitos huyendo del fiero felino que es el gato, si no aquí habíamos quedado juntos toditos muertos, porque la intención de esos señores era acabar con el liderazgo con el fin de que no quedara nadie quien hablara por la comunidad. Nosotros debemos perdonar,
pero no olvidar, partiendo del principio de que aquí se perdieron las cosas más valiosas del hombre que son los sentimientos y nuestros proyectos de vida, ¿cómo vamos a recuperar eso?”.
Esa es la gran pregunta aquí: cómo recuperar los proyectos de vida de El Aro que se fueron por el desbarrancadero de la violencia.
John Jairo González, representante a la Cámara por las curules de paz, también invitado al evento, recuerda nítidamente el sonido seco de las balas retumbando al otro lado de la montaña. Él vivía entonces en una vereda en Briceño, muy cerca de El Aro.
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“Nosotros somos vecinos acá en el municipio de Briceño, nada más al frente en el corregimiento de Las Auras, desde allí se escuchaba absolutamente todo, los tres días que estuvieron acá los paramilitares ajusticiando a las familias y a las víctimas. Parecía un enfrentamiento, pero no era un enfrentamiento con nadie, eran solamente los paramilitares contra la población civil”, señala.
Juan Felipe Harman, director de la Agencia Nacional de Tierras, sostiene que titular los predios a los campesinos despojados es apenas un primer paso para repararlos, pero que resulta emocionante por fin incidir en una política que pretende dignificar la memoria de tantos colonos que sufrieron todas las brutalidades posibles de la guerra.
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“La dinámica interna del conflicto armado tiene como eje central el control del territorio y el control de la tierra, lo veíamos por ejemplo escuchando las últimas declaraciones de Salvatore Mancuso, o sea la disposición de controlar la tierra y el territorio fue para consolidar una hegemonía social, política y militar en el marco del conflicto armado. ¿Eso qué significó? Un despojo, una contrarreforma agraria, despojaron a muchísima gente de su tierra”, dice el funcionario.
Harman recuerda que la impunidad ha sido la constante en el expediente de El Aro. En 2006 la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a Colombia tras constatar que era una masacre anunciada y que las autoridades no hicieron nada para evitarla. El abogado y defensor de derechos humanos Jesús María Valle, quien era de Ituango, se cansó de denunciar lo que ocurriría y en 1998 también fue asesinado por el paramilitarismo.
Arremetida paramilitar en El Aro
Álvaro Uribe Vélez era el gobernador de Antioquia cuando ocurrió la matanza y su secretario de gobierno era Pedro Juan Moreno. Salvatore Mancuso ha dicho hasta la saciedad que Moreno hizo parte del proyecto paramilitar. Moreno falleció en 2006 en un accidente de helicóptero.
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Entre tanto, en agosto de 2020, a través de un extenso documento de 72 páginas, el magistrado César Reyes de la Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia ordenó investigar la arremetida paramilitar en Antioquia y las masacres que se sucedieron durante el gobierno regional de Uribe Vélez. No obstante, el expediente, que está en etapa preliminar, fue remitido a la Fiscalía cuando Uribe renunció al senado ese año y hasta hoy no se conocen avances. El expresidente ha dicho siempre que es un hombre inocente.
De vuelta a El Aro, el director Harman destaca que la titulación de tierras a campesinos es el eje del acuerdo de paz y que su agencia tiene $5 billones para ejecutar este año con el fin de saldar las deudas históricas con el campesinado colombiano, aunque también reconoce que están rezagados.
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“Definitivamente estamos muy colgados, es que esa es la queja que ha venido anunciando el señor presidente, de alguna manera con el marco jurídico que existe los procesos van muy lentos. La meta del acuerdo de paz son siete millones de hectáreas tituladas, estamos hablando de que la ANT en el gobierno Petro ha titulado alrededor de un millón trescientas mil hectáreas. Nosotros este año tenemos una meta y una expectativa de titular alrededor de 800 mil hectáreas más”, asegura.
José María Barrera tiene 52 años, también recibió el título de propiedad de su parcela, y es una especie de custodio de la memoria de El Aro.
“Como se dice, primero faltara el sol, la luz del día y la luna y el sol, que nosotros aquí, hasta que no sea que mi dios nos llame. Entonces si pasaron 27 años y en esos primeros cinco o seis años no nos fuimos, mijo ya tenemos aquí el poder de nosotros, ahora nos entregan el título de la tierra, venga para acá”, manifiesta.
Con guitarra en mano canta la canción que compuso hace años para recordar a todas las víctimas de la masacre. Unos versos como constancia de tanta vileza.
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“Qué triste tragedia la de El Aro, qué nostalgia hoy me da recordarlo, porque todo quedó en cenizas, porque todo fue incinerado, a unos los desplazaron pal pueblo mientras que a otros los torturaron”.
A escasos pasos de allí, en todo el parque central de El Aro, se ve una cruz enorme situada a un costado de la virgen que vigila la iglesia y, detrás suyo, el desvencijado busto de Simón Bolívar, mordido ya por el paso del tiempo, cuya columna aún guarda las esquirlas de las balas de la incursión paramilitar. Como para que no se nos olvide nunca lo que pasó aquí.
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