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“Me dañaron la vida”: torturada en retoma del Palacio habla en exclusiva

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Yolanda Santodomingo está viva de milagro. Fue torturada y vejada por agentes del Estado que la creyeron guerrillera el 6 de noviembre de 1985. Junto con su compañero de universidad, Eduardo Matson, terminó atrapada en el holocausto del Palacio de Justicia, una herida abierta que tres décadas después sigue sin esclarecerse. Tardó 30 años para atreverse a enfrentar su pasado y, por primera vez frente a las cámaras de un noticiero de televisión, desandó su historia ese día. Su relato es tan descarnado que por momentos de súbito se queda en silencio, haciendo memoria, reviviendo cada minuto de esas 14 horas de pesadilla que le partieron la vida en dos. Llora mucho. Tiene por qué. 

Según ella, cuando estaba por entrar al baño de la cafetería del Palacio de Justicia, sintió un estruendo que la dejó aturdida y una voz grave que vociferaba: “Somos del M-19 y nos tomamos el Palacio de Justicia”. Salió corriendo con Eduardo, subió las escaleras y se tiró contra el piso. “Un minuto podía ser un siglo en el Palacio, pero un siglo de tiros, de humo”, contó. En un momento se le arrimó un hombre herido, le pidió que le ayudara. “El señor estaba botando sangre. Yo empecé a orinarme”, dice. Sufría de cistitis. El caos siguió. Llegaron los militares, empezó el fuego cruzado, los vidrios rotos, las balas, el tanque que tumbó la puerta del Palacio, los gritos… 

Se puso a rezar con Eduardo. Dice que él le dijo que se echara el cabello en la cara para que se tapara. Había francotiradores. “Escuchamos las voces de Yamid Amat y de Juan Gossaín, se sentía la radio al fondo”. Una vez entraron los militares, muy a pesar del holocausto que se veía venir, pensó que pronto acabaría todo, que sería rescatada, que todo no sería más que un susto horripilante de un par de horas. Estaba muy equivocada. Unos militares vestidos de civil le pidieron arrastrarse hasta donde estaban. Su libertad estaba allí, le decía su instinto. Como pudo llegó. Eduardo iba con ella. Los metieron a una oficina en el primer piso donde había gente del Ejército. Estaba llena de civiles que estaban en Palacio. Justo entonces alguien la señaló a ella, a Matson y a un tercer hombre de Legis de ser “especiales”. Era un eufemismo para decirles “guerrilleros”. 

Cuando los están llevando a la Casa del Florero un fotógrafo captó la imagen de ella saliendo viva del Palacio, mientras un hombre de civil –el que ella recuerda que le apuntaba con un arma– le decía: “Perra guerrillera, te voy a matar, corre pa dispararte”. Yolanda no entendía. ¿En qué instante pasó de ser la estudiante de cuarto año de derecho del Externado a ser una guerrillera del M-19? En la Casa del Florero le pegaron durante horas, hasta que cayó la noche. Oía muy cerca los cañonazos de los tanques y las ráfagas, la gente corriendo, los gritos de auxilio que pedían los heridos. La interrogaron. La golpearon. Luego la sacaron en una camioneta a la Sijín de la Policía. La llevaron con Eduardo. Allá les derramaron parafina hirviendo  en las manos. Una vela entera. Querían probar si habían disparado arma alguna. Mientras ella se jugaba la vida, por orden oficial la televisión transmitía el partido de fútbol entre Millonarios y el Unión Magdalena. 

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Luego vino lo peor. Los llevaron al Charry Solano. Por eso, dice, “no hay quién pueda resarcir eso, mi inocencia, mi alegría, no hay reparación posible”. La vendaron. Ella no quería ver quiénes eran sus verdugos. “Tranquilos, yo no quiero ver quiénes son ustedes”, les insistió. La sacaron a tientas por un camino y le dijeron: “Después de que te matemos te vamos a tirar ahí, desnuda”. Enseguida la metieron a un cuarto. “Me esposaron a una cama los dos brazos. En ese momento dije: ‘Yo nunca pensé que el preámbulo de mi muerte iba a ser así’ y uno de ellos me dijo: ‘y pa remate preñada’”. Al rato entraron y le dijeron con tono de borrón y cuenta nueva: “Yolanda, mil disculpas, aquí no ha pasado nada, recuerda siempre, estuviste retenida, no detenida”. 

Los sacaron de allí en la madrugada del 7 de noviembre. Los dejaron tirados en la décima en Bogotá. Tomaron un taxi. Cuando fueron a pagar se percataron que no tenían ni un peso. Yolanda pidió plata prestada en la casa donde vivía. “Una plata que todavía debo”. De inmediato le avisó a su familia que estaba bien. Pero bien no estaba, estaba con vida, que era distinto. En realidad bien no volvió a estar jamás. Hoy, 30 años después, por muy fuerte que parezca, sigue con el alma adolorida, atormentada por los fantasmas de esas horas interminables de tortura que jamás quiso ver. Quedó, como ella misma dice, “con la dignidad hecha pedazos”. La hipnosis ayudó a menguar su angustia.

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Cuando le pregunto qué le diría a esos hombres que la vejaron esa horrible noche, cuyos rostros no quiso ver, Yolanda dice entre lágrimas: “¿Qué les quiero decir? Que me dañaron la vida. Que tenía un proyecto de vida tan hermoso, que tenía tanto ímpetu, que era tan alegre, tan amiguera, tan fiestera. Me volví triste, temerosa, prevenida, me daba vergüenza que supieran que era la del Palacio. Cada 6 de noviembre es duro”. Ella solo quiere la verdad completa, la verdad redonda. No es mucho lo que pide. Ella misma es una constancia. “Eduardo Matson y Yolanda Santodomingo somos la muestra palpable de que en Colombia existen desaparecidos y desaparecedores, tal como dijo Mario Madrid-Malo”, concluye.  La Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a Colombia por estas torturas. La Fiscalía acaba de llamar a indagatoria a 14 militares por este caso, incluidos los generales (r) Iván Ramírez, Rafael Hernández, Carlos Alberto Fracica y Justo Eliseo Peña.

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